
Microrrelato Ganador Relato Corto Ganador Microrrelato Ganador MEJOR PENSAMOS MAÑANA Entró por la puerta y al encender la luz ya no había nada. Solo una botella abierta y una copa a medio beber. Colgó el abrigo y se fue a dormir. CondensedBold Relato Corto Ganador LA CHARDONNAY DE PROUST Roberto observaba el movimiento circular del vino dentro de la copa mientras Piqueras le hablada desde el otro lado de la barra. No le prestaba atención. Seguramente después y como siempre, le formularía cualquier pregunta sobre alguna cualidad del vino que ya le había explicado anteriormente. Roberto solo requería la información precisa y a Piqueras le gustaba extenderse en las descripciones. Ignorarlo le permitía disfrutar del local y del vino. Contemplar armoniosamente el amarillo pálido con reflejos dorados de la chardonnay resbalando por el cristal y dejarse absorber de una forma hipnótica. Le gustaba acudir después del trabajo a DeParker. La música era de su agrado, los vinos que le recomendaba Piqueras casi siempre eran acertados, pero sobre todo le seducía porque existía alguna conexión en su mente que lo relacionaba con el cuadro “Halcones en la noche” de Edward Hopper y eso le hacía sentir bien. Se acercó la copa de vino para percibir su esencia a través del olfato. Aromas de fruta cítrica, notas minerales, cremosos y ese olor a hierba fresca. Ese aroma tan reconocible para él le había acompañado a lo largo de su vida como una evocación remota escondida en alguna parte de sus recuerdos. Prescindió de protocolos y bebió con impaciencia. Ahí estaba otra vez, envuelto en otros matices pero inconfundible, ese sabor a hierba fresca que venía asociado a la felicidad. Y en aquel preciso instante volvió Carmina, con sus grandes ojos negros y sus pantalones con tirantes. Su pelo castaño sujeto en una cola, casi siempre despeinado y su delgadez, manifiesta sobre todo en un rostro estrecho y alargado, pálido y sonrosado. Tenía nueve años, era un año mayor que Roberto. Vivía con su padre, que era profesor, en una casita cerca del río. Roberto vivía en un barrio obrero cercano. La primavera estaba tocando a su fin. Al salir del colegio todos los niños se reunían en una explanada en torno a un balón. Pero Roberto prefería adentrarse en la huerta, observar a los pájaros o a los insectos, hacer carreras con raíces en el agua de la acequia o acercarse al huerto del señor Montes y robarle un palito de regaliz. En una de esas tardes de distensión encontró a Carmina. Pronto simpatizaron. Se dirigieron a unos cañaverales y fueron arrancando cañas hasta completar un espacio diáfano que no podía ser visto desde el exterior. En un lateral había una gran piedra. La levantaron y empezaron a diseminarse en todas direcciones decenas de insectos. Decidieron que ese sería su “escondite secreto” y que a partir de ese momento cada vez que quisieran decirse algo lo harían a través de un papel guardado debajo de esa piedra. Roberto estuvo toda la noche pensando en su nueva amiga. Lo mismo le sucedió al día siguiente en el colegio. Estaba deseando terminar las clases, encontrarla y pasar la tarde a su lado. Terminaron haciéndose inseparables a pesar de lo opuesto de sus caracteres. Él era prudente, observador y taciturno. Ella, avispada, despistada y jovial. Las tardes transcurrían en un suspiro cuando se encontraban juntos y las mañanas se convertían en una cuenta atrás hacia la llegada de la tarde. Carmina le propuso buscar nidos de perdiz. Después cogerían un huevo y lo taparían con una manta hasta que naciera la cría y así conseguirían tener una mascota. A Roberto le pareció una idea estupenda, dando inicio así a su “gran aventura”. La búsqueda no estaba resultando tal y como ellos la habían planeado. A la dificultad de encontrar algún nido se sumaba el hecho de que cuando encontraban alguno y Carmina trepaba al árbol invadida por la emoción, éstos estaban vacíos. No fue hasta el final de la tarde cuando encontraron uno con huevos. Carmina observaba atenta sin responder a la curiosidad de Roberto. Finalmente le explicó que en el nido había seis huevos. Pero que uno de ellos era mucho más grande que los demás. Después de armarse de valor descendió del árbol con el invasor entre las manos. Sin duda se encontraban ante un huevo de serpiente. Los ponían en los nidos de los pájaros para que cuando naciera la serpiente pequeña se pudiera alimentar de los otros huevos. Pero ellos no lo podían permitir. Pensaron en tirarlo a la acequia, pero entonces se podía alimentar de ranas y hacerse muy grande. Finalmente decidieron tirarlo al río, que lo arrastraría al mar donde sin duda se lo iba a comer un tiburón. Así es que iniciaron la marcha. Roberto iba a su lado con una piedra en la mano por si nacía por el camino la serpiente e intentaba rodearle el cuello a Carmina. Cuando finalmente lo arrojaron al rio se sintieron felices y aliviados. Carmina le obsequió con un beso cálido en la mejilla y corrió hacía su casa. Roberto sentía como la brisa enfriaba la humedad de aquel beso y no podía dejar de sonreír. Al día siguiente llegó al barrio Aurora. Era una niña de pelo dorado y ensortijado y grandes carrillos. Cada mañana Roberto se proponía bajar a la huerta y pasar la tarde con Carmina pero terminaba con Aurora jugando a la rayuela o a las canicas. Dos semanas después por fin se acercó a su “escondite secreto”, levantó la piedra y encontró un papel manchado de barro donde pudo leer. “Eres un huevo de serpiente”. Ese verano trasladaron al padre de Carmina a un colegio de la capital y no se volvieron a ver. Roberto se mojó los labios con el vino. Buscó en Facebook y llamó por teléfono. Carmen Lidón era veterinaria en una clínica privada. Acababa de llegar de su trabajo. Se duchó con el agua muy caliente. Se sirvió una copa de monastell que saboreaba mientras buscaba una serie en Netflix. Sonó el teléfono. – Hola, soy un huevo de serpiente-. Carmen
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