Hace poco más de un año que me metí de lleno en la boca del lobo para descubrir que se traía Andrés entre manos. El mundo del vino era nuevo para mí y me sorprendió la complejidad que se escondía detrás de cada etiqueta; por cada dato que he ido aprendiendo me he dado cuenta que solo he rascado una fina capa superficial de todas las que lo componen y en cada una de ellas me veo recompensado con nuevas herramientas que me permiten disfrutar el vino de manera más profunda.
No recuerdo si fue antes de empezar a trabajar o uno de mis primeros días, pero recuerdo ir andando a primera hora de la mañana con él hacia el bar que tenemos enfrente de la nave a tomar un café. Era viernes, no es un dato que sepa porque tenga memoria eidética a lo Sheldon Cooper, sino porque pasamos junto a los puestos de fruta y verdura que suelen poner los viernes en esa zona.
Nos pusimos a comentar que cada vez era más fácil apreciar la bajada de calidad de algunas frutas, sobre todo las que son de temporadas concretas y que ahora encuentras en casi cualquier época del año. Luego pasamos a los tomates, los cultivos, luego a hablar del estado en que se encontraba el Mar Menor ese año… en fin, arreglando el mundo como suele decirse.
El caso es que me vino a la mente un recuerdo de cuando yo era pequeño. Cuando terminé de contárselo a Andrés, sin tanto detalle como voy a hacer a continuación, me dijo que le gustaba, que era una anécdota bonita y que por qué no la escribía en algún sitio. No es un momento puntual en el tiempo, sino una vivencia recurrente de las tardes estivales de mi niñez, por lo que me resulta muy difícil datarlo con exactitud.
Cuando lo visualizo en mi cabeza, me veo a mi mismo con unos 9 o 10 años, pero eso es el “montaje del director” que hacen mis neuronas, como digo, fue algo frecuente.
El sol empieza a estar bajo y ya no queda casi ningún bañista, tenemos la playa prácticamente para nosotros solos; como hace lebeche las casas tapan el viento, el agua está quieta y transparente y se respira una tranquilidad increíble. Otra tarde de merienda en la playa. Mi hermana y yo estamos ya en la orilla antes de que mis padres hayan pisado siquiera la arena. Dejan las cosas y se meten también en el agua con la merienda.
¡No pongáis esa cara, que no son bocatas de chorizo!
Tan solo es fruta. A veces melocotones… otras veces peras, o nectarinas. Lo único importante era que las piezas cumplieran 2 condiciones: que cupieran en la mano, y que resistieran el impacto que iban a sufrir al caer al agua tras ser lanzadas por mi padre hasta donde le llegara la fuerza. Ya nos encargábamos nosotros de elegir y cazar nuestra presa, ¡era súper divertido! Y una vez teníamos nuestra merienda, le hincábamos el diente. Recuerdo el sabor dulce de la pulpa madura, la textura de la piel, todo mezclado con el toque salado que le daba el agua del mar…era una sensación muy deliciosa y refrescante.
Ese momento es la esencia de este recuerdo, de que éste me guste mas que otro recuerdo de esa época (como puede ser jugar a las palas o hacer castillos de arena), la causa de que viniera a mi mente cuando me lamentaba del sabor actual de algunas frutas o del estado del mar ya que es una sensación que no podría recrear sin cambiar varios factores de la ecuación.
Pero para mi sorpresa, ese no es el único detonante. Resulta que esa sensación puedo volver a experimentarla en el sofá de casa, en una cena con amigos, mientras escucho música… Como decía al principio, he podido profundizar poco a poco en todo el proceso que conlleva la elaboración del vino y resulta que hay personas que se dedican a elaborarlo de una manera especial, con mucho cariño, sabiendo lo que hacen, que valoran la calidad por encima de la cantidad, buscando resultados diferentes, nuevos sabores que sorprendan y que sean capaces de transportarte a los rincones de tu memoria donde se almacenan tus recuerdos, como viajes, encuentros con personas o una sencilla merienda en la playa con la familia.
Y lo mejor de todo es que en La Diligente trabajamos con esas personas. Gente cercana y amable, que les gusta compartir su pasión, que abren las puertas de su casa y su bodega para que conozcas de primera mano todo el esfuerzo que hay dentro de cada botella. En este año -y pico- he tenido la oportunidad de conocer a muchas de estas personas y catar sus vinos, vinos que me han hecho revivir éste y otros recuerdos de toda clase, y al igual que los propios recuerdos, son vinos que no voy a olvidar.
Soy Jose Luis, y hasta que llegué a La Diligente nunca pensé que el vino pudiera ser capaz de emocionar tanto.